20.8.15

Agustín: entre el libre albedrío y las condiciones estructurales.

            Luján está triste, bajo agua y sangre. Luján está en shock y no entiende. Luján duele y no para de llorar de bronca e indignación.
            Parece que siempre llueve sobre mojado y que los problemas se acumulan en esta ciudad tan abandonada por el Estado, tan sometida a la desidia de los políticos y las chicanas entre los gobiernos de turno. No solo estaba gran parte de la ciudad bajo agua sino que también bajo la inseguridad, la muy real inseguridad. Y que vayan a preguntarle a la familia de Agustín si es una sensación o no.
            Agustín Cantello, así se llamaba. Tenía 25 años,  trabajaba en el kiosco de Alejo (como le decimos los lujanenses), y era un amor de kiosquero. Bastaba ver cómo atendía a los chicos de la escuela 14 cuando le iban a comprar golosinas, con la sonrisa con que los recibía, y con el cariño que los nenes lo saludaban. Y, personalmente, la paciencia que me tenía cuando le llevaba mil cosas para imprimir.
            Los verbos están en pasado porque el jueves 13, a eso de las 20, un menor entró al kiosco de Alejo para robar y le disparó a sangre fría en el hombro. Agustín llegó al hospital gracias a la rápida acción de los bomberos, pero murió durante la operación: su cuerpo no resistió y el excelente personal médico nada más pudo hacer. El momento del disparo está filmado y se puede ver, pero no pongo el link para no revolcarnos en el morbo. Y, además, porque lo vi y sé que congela la sangre.
            Al día siguiente se hizo una marcha para pedir justicia, a la que fui, y durante la cual se echaron culpas y patos políticos a diestra y siniestra. Y si bien realmente creo que gran parte de la culpa la tienen ciertas autoridades nacionales y provinciales (las municipales están atadas de pies y manos), no pude evitar reflexionar que todo lo que nos está sucediendo se anuda, necesariamente, en un nivel mucho más sistémico y estructural. Que, como todo fenómeno social, es complejo, es dialéctico, y tiene una base material. O al menos así lo veo yo.
            Acá uno de los grandes culpables es el sistema horrible en que vivimos, que para mí tiene nombre y apellido y se llama capitalismo neoliberal. Somos todos hijos de este sistema, del mismo sistema que es viejo y zorro y se vive reinventando para sobrevivir. Hijos de la estructura que nos enseña a normalizar tantas cuestiones: que para triunfar en esta vida necesitamos ser individualistas y pisotear al otro; que es normal que unos tengan tanto y otros tan poco e incluso nada; que el dinero es el fin último y más importante a obtener; que el pobre es pobre porque quiere y es un enemigo; que para obtener ese dinero, ese plus que pocos tienen, a veces hay que violar la ley y desvalorizar la vida ajena.
            Y el capitalismo es un gran pulpo que nos envuelve, nos determina y nos aferra a sus contradicciones. Cómo escapar de él es un dilema largamente debatido, porque hasta quienes somos críticos estamos insertos en él y participamos de sus prácticas. Todos compramos cosas, celular, ropa, trabajamos, necesitamos dinero. Somos casi todos, con posible excepción de los más poderosos e incluso de eso tengo dudas, como peones llevados y traídos por fuerzas que nos superan. Y, sin embargo, conservamos nuestro libre albedrío para decidir qué hacer con el poco poder que nos queda.
            Nicolás Caro eligió, con ese libre albedrío, un camino deplorable. Él es responsable de haber ido a Kiosco Max y de haber apretado el gatillo que disparó la bala, pero hay otros responsables también. Él llegó a la situación del jueves por una cadena de hechos y factores que iniciaron mucho antes de que naciera: círculos viciosos de pobreza estructural, desidia estatal, ajuste, falta de educación, brecha de riqueza, odios latentes, una sociedad dividida y una idiosincrasia que no le tiene mucho respeto a las normas. Todo eso lo condicionó y sin embargo no lo justifico: nos condiciona a todos y no todos robamos a mano armada. A lo que quiero llegar con esto es que lo gestado en generaciones solo podrá solucionarse a largo plazo, y con cambios sociales que reviertan todos los factores que mencioné antes. Amén del debido juicio y la debida sentencia que este chico DEBE tener, hay cosas que sólo podrán ser cambiadas como sociedad con procesos largos de los que tenemos que ser conscientes.
            Y aquí viene nuestra parte culpable como argentinos. Somos una comunidad semidormida que reclama cada tanto con gritos muy potentes, pero efímeros. Cuando llegamos al punto de ebullición explotamos con fuerza, pero después volvemos al estado de la nada misma que fue, precisamente, punto inicial del desastre.
            Fácilmente comprobable mi hipótesis. Dijimos “nunca más”, y desaparecieron Jorge Julio López, Luciano Arruga, María Cash, Marita Verón. Dijimos “ni una menos”, pero al día siguiente ya seguían quemando mujeres, y tantas otras con moretones…o peores heridas internas y psicológicas que no se ven, pero se sienten. Dijimos “que en Luján no mueran más pibes” cuando mataron a Lautaro Soto, pero acá va Agustín a demostrarnos que chillamos mucho y mordemos poco. Que no nos pasa nada excepto en momentos álgidos.
            Se te inunda la ciudad, te matan un pibe, salís a marchar, pero fuera de eso seguís en tu vida como si nada. Hablan de la memoria, la verdad y la justicia. Yo les digo que no están. ¿Saben por qué? Porque nos falta memoria como votantes, para elegir bien y recordar quién hizo qué (o no hizo qué) en el cuarto oscuro. Nos falta verdad como pueblo, porque nunca se sabe qué sucedió ni se esclarecen los hechos. Y dicho sea de paso, el derecho a la verdad como figura jurídica que debería cumplirse, claramente es solo un sueño. Finalmente nos falta justicia como sociedad, no sólo porque quienes cometen delitos no pagan, sino porque nuestra sociedad se basa en la injusticia para funcionar. Porque el sistema lo exige, lo necesita: la injusticia y la desigualdad son sus bases, y a nosotros nos parece bien y no hacemos nada.
            Una imagen de la marcha, para cerrar. Una piba de rastas, de unos veintipico, que lloraba desconsolada frente a la Municipalidad de Luján. Evidentemente ella conoció a Agustín y estaba dolidísima. Ok, ¿se la imaginan, la visualizan? La vieron quizás, incluso, como la vi yo. Lo que tenemos que entender es que ese mismo dolor que nos tocó ver, es el mismo que se reproduce en cada círculo íntimo de cada víctima de cada hecho, y que si un dolor nos llegó, todos deberían. Por eso es que TENEMOS que actuar. Porque el dolor es inmenso y surge, en grandísima parte, de la apatía de muchos, políticos, sí, pero ciudadanos también.
            Si en octubre podés rememorar mínimamente ese dolor, actuá en consecuencia. Pero no solo en octubre y desentendiéndote. HACÉ ALGO. Movete, hacé una cruzada solidaria, unite a una ONG, protestá, no lo sé, lo que creas conveniente. Pero movete. Que si no nos movemos todos, nos traga el sistema. Que si nos quedamos quietos nos traga la desigualdad y si no hacés nada, el “ni uno menos” va a terminar diciendo “ni uno menos que se rebele, ni uno menos que piense, ni uno menos que haga”.

            La unión hace a la fuerza, pero para eso, Argentina, necesitás un gran despertador. Ring ring, despertate, que queremos el cambio social. Vos, con TU libre albedrío, hacé lo que otros no pueden: despertate, movete, rebelate. Cambiá para que cambiemos: los grandes cambios se gestan desde abajo.

Humanos salvajes: el goce infinito de perder el control

Encontré este texto dando vueltas por ahí, que había escrito para Taller de Expresión I en la facu y jamás publiqué. Como me gusta bastante, lo posteo ahora, porque creo que puedo relacionarme con él en mi situación. Téngase en cuenta que data de cuando Relatos Salvajes estaba en apogeo pleno.


Temper temper, time to explode
Feels good when I lose control
“Temper temper”, Bullet for My Valentine.

Aullar a grito pelado “¡HIJO DE PUTA!”, trompearse con alguien de quien conocés apenas el nombre, dejar toda una relación por una calentura, llorar con espasmos histéricos sin motivo alguno, dejar la facultad, renunciar al trabajo, tirar todo porque sí.
¿Cuál es el placer que se esconde detrás de perder el control? ¿Qué necesidad oscura satisfacemos cuando insultamos a cualquier desconocido por la calle solo porque no nos cedió el paso o porque nos gritó alguna obscenidad? ¿Por qué motivo llegamos incluso a gozar una discusión con alguien que configura una parte clave de nuestras vidas?
Vivimos reprimiendo lo que sentimos. Día tras día nos encontramos conteniendo, dominando lo que nos pasa: enojo, tristeza, furia, deseo, todo aquello que la sociedad considera que debe quedar para la intimidad, todo aquello que no está visto como un atributo adecuado del correcto ciudadano moderno. Pero, ¿qué pasa cuando lo dominado trata de salir…y eso nos gusta?

Relatos Salvajes es, por lejos, la película argentina más taquillera del 2014. Dirigida por Damián Szifrón, está articulada en seis cortos que muestran que, como advierte el subtítulo del afiche, todos podemos perder el control.
Eso ya  lo teníamos bien en claro. Yendo más allá, hay dos de los cortos que muestran muy claramente (creo que en los otros está solo insinuado) el placer de perder el control. Hablo de “El más fuerte” y de “Hasta que la muerte nos separe”.
En el corto protagonizado por Leonardo Sbaraglia se juegan muchos factores, como la lucha de clases, la discriminación, la soberbia del “macho argentino”, la sed de venganza. De todas maneras hay un elemento que los une para dar vida al relato, y es justamente el placer de perder el control, de enredarse en una pulseada a muerte por la nada misma, por el mero disfrute de pasarse de la raya. Los personajes reaccionan desmesuradamente ante una mínima provocación en una contienda que, como una bola de nieve en una avalancha, no puede terminar sin reventar. Cada una de las agresiones está dirigida con saña y maldad, y ambos disfrutan salirse de los límites simultáneamente, por lo que el debate moralista que quiere descubrir quién fue el malo y quién el bueno queda fuera de la cuestión. En el simple acto de insultar al otro, de romperle el auto, o de hacer sus necesidades arriba del capó (quizás descendiendo al más bajo nivel de la animalidad que puede alcanzar un ser humano) hay un inmenso deleite, un goce primitivo de los dos que los desbarranca hacia el desastre.
Por otra parte, en el corto protagonizado por Érica Rivas la pérdida de los estribos viene ocasionada por el descubrimiento de la infidelidad de su flamante esposo en medio de su fiesta de casamiento, y por darse cuenta de que la amante estaba sentada en la mesa de sus compañeros de trabajo. Un cóctel explosivo que lleva al personaje a pasar por la tristeza, la humillación, la impotencia y la ira en minutos, y que la desborda por completo, dejándola en un estado donde ya no le importa nada más que satisfacer sus impulsos. Todo lo que hace después de confirmar el engaño de su marido está signado por la pérdida del control y por su placer oscuro: el llanto histérico, el breve amorío con el cocinero, la manera en que escupe su dolor y su rabia en el monólogo de la terraza, la ironía con la que se burla de la suegra, la manera en que ataca a su rival. Incluso la insólita reconciliación con su marido, al final del corto, también es una manera de perder el control, porque ya no importa si la familia está mirando, si la situación es ridícula, si la fiesta se arruinó: ambos sucumben y se enredan haciendo el amor desaforadamente arriba de la torta, traspasando el tabú del “aquí no”, del “no enfrente de la gente”, exponiendo ante todos lo que debería ser un acto íntimo.
El mismo Szifrón declaró que lo que conecta la película, en un punto, es “la difusa frontera que separa a la civilización de la barbarie, del vértigo de perder los estribos y del innegable placer de perder el control”. Queda confirmado el deleite que sentimos cuando dejamos que se diluyan los límites. Pero todavía está la pregunta: ¿por qué lo disfrutamos?

El gran escritor estadounidense Edgar Allan Poe, ya en su época, advirtió sobre estos impulsos irracionales que el hombre lleva en lo más profundo de sí, y los agrupó bajo el influjo del demonio de la perversidad. El autor le da ese nombre, en un cuento homónimo, al sentimiento radical, primitivo que nos hace actuar bajo la razón de que no deberíamos hacerlo, por el gusto de hacer lo prohibido, de hacer el mal por el mal mismo sin que haya un deseo de estar bien en la misma acción.
Al final del cuento el personaje, habiendo cedido a la tentación del demonio de la perversidad, en un último momento de lucidez reflexiona: “¡Mañana estaré libre! Pero, ¿dónde?” La pregunta que él se hace nos la podemos hacer todos, y también está planteada en la canción del epígrafe. Las consecuencias de dejar que actúe nuestro instinto pueden ser terribles si no pensamos antes de cruzar la raya, antes de hacerle caso al demonio de la perversidad…porque si ya lo escuchamos, puede que sea demasiado tarde.
Sin embargo, muchas veces nos abandonamos a nuestra parte más bestial aún sabiendo las consecuencias que nos puede traer. El mismísimo Sigmund Freud plantea que el par control-pérdida del control es una oposición en tensión constante por la pulsión de dominio; el impulso de la perversidad es muy fuerte, entonces. Y no es necesario que la pérdida del control sea violenta. Perder el control también significa romper las estructuras en las que vivimos, quebrar abruptamente la forma de vida que veníamos llevando y dejarla caer, salirnos de la imagen controlada que proyectamos siempre, y dejarnos llevar por lo que nos dice nuestra parte irracional e instintiva. Nos encanta romper esa imagen recatada y darle rienda suelta al monstruo que llevamos dentro, por el puro placer de demostrar que hay más en nosotros de lo que se ve. Partes infinitamente oscuras de placeres sombríos.


Si todos perdemos el control alguna vez, y en el medio de la situación nos damos cuenta del goce infinito que nos provoca, entonces sí hay una necesidad que la pérdida del control satisface. Y esa necesidad, por la que nos dejamos caer en las garras del demonio de la perversidad casi sin resistencia, es salirse de los límites de lo establecido, romper con la acartonada rutina y la farsa del ciudadano correcto. El placer de sucumbir a nuestra parte más animal puede tener su raíz en desprendernos de lo que las instituciones nos dan como modelo a seguir, y hacer, aunque sea solo una vez, lo que nuestro instinto quiere hacer. La pregunta que queda, y que cada uno deberá formularse in situ, es parecida a la pregunta del personaje de Poe. Sí, después de la pérdida del control seremos libres, pero, ¿a qué costo?

Cambios

     Vuelvo a mi blog personal después de meses de nada absoluta. Necesito compartir ciertas cuestiones y esta herramienta es la fundamental, asumo. O por lo menos me parece eso. No tengo verdades ni certezas, tengo pensamientos confusos.
     Lo que pasó, pasó, y no tiene sentido negarlo. Por eso, las entradas asquerosamente depres que datan del verano, de una época bastante oscurita de mi vida, las voy a dejar ahí. Son un testimonio de lo que me pasó, son parte de mi historia, y negarlas sería estúpido y contradictorio teniendo en cuenta mi línea de pensamiento. Además demuestran que también soy un ser humano y que puedo escribir de cosas que nada tienen que ver con la política económica o con la exclusión social.
     No invito a nadie a restringirse de leerlas, pero advierto que no son lo más lindo del mundo, y que ya superé un poco esa etapa de darme con un látigo por todo (que no es sano, no lo hagan en casa). Si alguien las quiere leer está perfecto, y si no, también. Libertad absoluta a gusto del lector, por eso las dejo ahí. No pienso negarme a mí misma.
     Dicho esto, voy a retomar la idea primigenia del blog, que era compartir cosas un poco más profesionales. Pero la válida conclusión de lo sucedido acá es que los profesionales somos humanos que sentimos y que, a veces, necesitamos de nuestra expresión profesional para los más profundos problemas personales.
     Avanti entonces con lo profesional, lo político y lo periodístico.