2.4.24

Santa Justicia

        Cuando era chica tenía un punzante sentido de la justicia: “esto no es justo” era una de mis frases más frecuentes.
        La Santa Justicia, siempre presente en mi vocabulario, aún sin saber a ciencia cierta qué era la justicia. Y sin saber que el mundo es cualquier cosa menos justo.
        He perseguido dos cosas durante toda mi vida: la confirmación de un Otro de mi suficiencia final, y la justicia de recibir alguna vez de vuelta todo lo que doy.
        Todavía sigo buscando.

Cuando estás agotada de buscar lo que no aparece, empezás a tomar decisiones impulsivas, sacando a jugar a la inestabilidad emocional, y metiéndote en situaciones imprevistas donde hay mucho, sí, pero no lo que querés.
Donde hay un tacto, pero no el que esperás, y entonces mentís.
Donde sonreís escondiendo que sabés que querés otra cosa, que podrías conformarte con eso, pero que no es la intensidad animal que ya conocés y aprendiste a extrañar. Podría conformarme y sentar cabeza, pero sería una mentira, y me he jurado no vivir nunca más en el engaño.
        No, él no es vos.
        Nadie es vos, y eso no es su culpa, pero tampoco la mía.
        Ya sé que está mal, ya sé que es cruel siquiera pensarlo, pero no pude evitar la comparación, la búsqueda, lo que no estaba ahí. No es justo, no deja equilibrada la balanza de la Santa Justicia, pero es lo que es.
        Siento que estoy siempre buscando una Piedra Filosofal que ya encontré, y de la que estuve forzada a separarme, mientras suena de fondo Easy as Life de Aida intentando convencerme de que es lo correcto, cuando es lo menos correcto que sentí en mi vida, cuando lo correcto sería revolver cielo y tierra para conseguir que lo que siento no se me muera en las manos, que no se vaya lo más puro que pude defender.
        ¿Cómo olvidar el momento en que giré la esquina y ahí estabas? Los nervios, el miedo, pero también el click automático, tu sonrisa enorme, la magia sucediendo. La enloquecedora alquimia primal de tu tacto.
        Nada de eso ayer, nada de eso ahí, y yo me encontré preguntándome qué hago buscando por todos lados algo que ya encontré.
        Ahí donde la suficiencia se borra, y lo que recibo se parece un poco más a lo que doy, más allá de que nunca sea igual, porque yo lleno las copas de todes mis amantes sin preocuparme si vuelven a llenar mi vasija. Pero de tu febril copa algo de vino maldito vuelve a mí, calmando un poco de tu sed animal y nunca toda.
        Entonces… ¿por qué estoy resignándome tan rápido y retirándome derrotada, con la cabeza baja? ¿Qué estoy haciendo?
        No me parece justo, tampoco equilibra la balanza.

        Hace un tiempo, en un texto que considero la declaración de amor más cobarde y hermosa que escribí, y cuyo destinatario jamás leyó, dije que mi corazón era como la habitación de las puertas de Alicia, llena de portales cerrados que dan a habitaciones olvidadas.
        Pero, a diferencia de ella, yo sí sé qué hay en cada una.
        Cada uno de ustedes tiene una puerta: hay una para el borrego, una para el palimpsesto, una para Adonis (que se volvió giratoria ya), una para Apolo, una para el Conejo Blanco, y una donde están arrumbados y amontonados todos quienes nunca llegaron a tener apodo siquiera, porque no se quedaron lo suficiente para que los escribiera y me encariñase finalmente de la imagen que logra mi prosa desordenada, que no es su esencia, sino un trazo a mano alzada de ella.
Y una para vos, que sigue abierta.
Porque las otras puertas están cerradas, clausuradas, apagada la luz que iluminaba cada una de esas habitaciones, muerto el lenguaje que le daba fuego a esas conexiones, olvidado el motivo que me llevó a quererlos y escribirlos como si a fuerza de cadenas significantes pudiese retenerlos a mi lado.
Nunca pude. Nunca se quedan.
Me desean, me poseen, me hacen dar trompos en sus brazos y caerme al piso, pero nunca deciden quedarse para ayudarme a levantarme, y tengo que abandonar sola el suelo, siempre lo suficientemente hermosa para que sean mis dueños temporales, nunca lo suficientemente hechizante como para que caminen conmigo.
Ahhhh, la suficiencia otra vez.
Creí, flaquito, que venías a barrer con eso, qué ilusa, que tonta, qué infantil esperanza creí que me traía tu aterciopelada voz.
Cómo me creí merecedora de encontrar la Piedra Filosofal, cómo pensé que iba a ser diferente solo por animarme a escupir la cadena significante que siempre pude dibujar en papel, y nunca con la voz.
Cómo creí merecerte, cómo me creí suficiente, cómo pude pensar que tenía chace siquiera de que tus ojos me miren, qué golpe duro contra el piso otra vez, qué ganas de llorar sin que se me caiga una sola lágrima, qué sensación total de derrota en todas mis batallas en esta guerra absoluta, y qué ganas de rendirme de una vez por todas.
No estás, no estarás.
Brilla por su ausencia la Santa Justicia.

Mientras que todas las puertas están cerradas y a oscuras los recuerdos manchados que contienen, la tuya está, por ahora, abierta.
Y dentro de tu habitación, minuciosa y microscópicamente decorada con cada una de tus palabras, hay todavía una luz que en estos últimos días flaqueó, amenazó con apagarse, y se opacó…pero vive todavía.
Las otras luces eran oscuras, rojas, amenazantes, violáceas: no eran puras, eran fuerzas tanáticas que me empujaban al vacío. Incluso la luz del borrego, una vez tan blanca que enceguecía, se convirtió en un revoltijo sangriento que luego me dejó en las más asesinas tinieblas, químicos en mis venas, vacío en el corazón.
Pero la tuya no es oscura: tiene un halo pastel claro, más realista que un blanco helado, pero más puro que cualquier cosa que haya sentido en muchísimo tiempo, y es por eso que no quiero renunciar a ella: es pura, es sana, y no me hace querer correr a los brazos de la Parca, sino a…bueno.
Sentada frente a la puerta de tu habitación, en el suelo, mis ojos marinos lloviendo lentamente, miro el orbe lumínico que creaste sin saberlo, y sé que de este enfrentamiento muere una de nosotras: es matar o morir, mato a la luz, o ella me mata a mí.
Pero cuestiono ese saber, ¿es que acaso no hay una forma de que podamos coexistir? Es la primera vez que me enfrento con una luz tan pura, y estoy demasiado acostumbrada a tener que matar emociones para sobrevivir yo. Es lo que he hecho toda mi vida: muerta la emoción, censurado el sentimiento, cerrada la puerta a cal y canto, vivo para pelear mañana. Un triste automatismo de legítima defensa: es justo matar si es para vivir yo.
¿Será igual esta vez?
Está en mí la fuerza que haría que pueda matar la luz, ahogar su halo, apagarla de una vez, y transitar el triste proceso de tapiar tu puerta, echar las siete llaves que encierran su contenido, olvidarme que alguna vez creí que podías habitarla.
Y una vez que una de las puertas se cierra, nadie puede ocuparla: pueden aparecer puertas diferentes, infinitas como amantes pueda tener, pero nunca materializarse en una puerta cerrada. Son solo sus espectrales habitantes quienes pueden atravesar sus sellos y volver a encontrarme. El palimpsesto lo hizo, derribando su puerta para que tuviera que volver a cerrarla más fuerte aún, un millar de perlas no dichas encerradas con su fantasma ahí adentro.
Vuelvo mi mirada a tu puerta.
Sí, está en mí esa fuerza, en mi mano el cuchillo.
Pero… ¿quiero usarla?
Levanto la mano, intento blandir el arma…y no puedo.
Más bien, no quiero.
No es justo, no entra en mi definición de justicia tener que renunciar a la escurridiza Piedra Filosofal que encontré.
No, no puedo, ni quiero, ni voy a hacerlo.
Pero como tampoco puedo poseerla, encerrarla, ponerla a mi nombre, me limito a mirarla desde el suelo, en un charco de mi propia tristeza, mientras fuera de mi corazón mi cuerpo hace una entrega automática y poco verdadera, porque importa menos la presencia concreta de ahí afuera que el fantasma que me atormenta desde adentro.
Puedo, incluso desde una cama extraña, sentarme a mirar la luz en tu habitación. Puedo verla también mientras camino a casa, huyendo de mis acciones injustas, recorriendo calles poco conocidas hasta que un paisaje familiar como el tuyo me abraza y me consuela para que llegue a escribir estas líneas.
¿Cómo voy a matar lo más puro que pude construir en años? ¿Cómo apagar la única luz con la que puedo convivir aún sin tenerla?
No puedo, no quiero, no es justo.

¿Es esto una tregua?
¿O al no blandir el arma me condeno a una luminosa destrucción?
¿Hay Santa Justicia en mi voluntad de cordero sacrificial?
Como todas mis respuestas de diciembre a hoy, es un enorme “no lo sé”.
La nube de incertidumbre me rodea, me ahoga, me amenaza, y yo me largo a la búsqueda de una salida a tientas, pero sin encontrarla, y tengo que acostumbrarme a vivir en un nebuloso y desesperante no saber, inmersa en el escalofrío de la duda.
        Viendo que pierdo, que la luz se apaga, y sin poder hacer nada.
Viendo cómo vuela lejos aquello que quise defender, y cómo ese clavo otrora salvador oxida y envenena cada centímetro de mi cuerpo.
Viendo cómo la Santa Justicia, una vez más, se quita la venda de los ojos para señalar un veredicto en mi contra.
Viendo cómo sigo siendo terriblemente insuficiente, y nunca vuelve lo que doy.
Y viendo cerrarse, una a una, toda posible puerta, apagándose cada luz, condenándome a la oscuridad eterna.